Él la había
prevenido sobre el libro.
Ahora era
demasiado tarde.
—Deja de husmear en
mis cosas —advirtió secamente el anciano a la niña que estaba de
pie a sus espaldas.
Ana recorría llena
de asombro y curiosidad la antigua habitación que brillaba como oro
en el atardecer de verano: Libreros cargados de tesoros, escritorios
cubiertos de papeles, viejos adornos acumulando polvo desde hacia
quién sabe cuánto.
—Perdón, señor...
—Linden —aclaró
orgullosamente el viejo—. El hecho de que tus padres estén
invadiendo mi casa, como viles cuervos esperando mi muerte, no te da
derecho a pasearte por aquí como si esto fuera tuyo.
—Yo no... en
realidad no quiero mudarme aquí —dijo Ana—. Ésta no es mi casa
y yo no quiero que usted muera.
El gesto hostil del
viejo se suavizó un poco y, mientras se pasaba una cansada mano por
las escasas canas que quedaban en su cabeza, analizó a través de
sus gafas la fisonomía de la niña:
Tendría unos 10 o 12
años —la verdad es que a sus años ya le costaba mucho calcular la
edad de los niños, pensó—, el cuerpo flacucho y débil, cubierto
con ropas que le quedaban un poco grandes, como si no hubieran sido
compradas para ella, el cabello rubio y corto, y los ojos despiertos.
Sin importar las
advertencias del hombre, Ana siguió observando la impresionante
biblioteca. Se maravillaba con las hermosas figuras de marfil, las
carpetas de terciopelo y las finas cortinas que enmarcaban las
ventanas.
—Pareciera que
nunca has visto nada así —dijo Linden.
—Pues no. Nuestro
departamento es muy pequeño y papá no tiene dinero para comprar
cosas tan lindas.
—Ahh.
Ana se acercó
despacio hacia el librero que ocupaba el sitio central de la
biblioteca. Libros de pastas duras y títulos en letras doradas se
veían por doquier. Abundaban grandes volúmenes empastados en cuero
que parecían contener dentro de ellos toda la sabiduría de la
humanidad. Pero había uno que resaltaba en medio de todos,
desentonando con la magnificencia del resto: Un libro más pequeño,
de cubierta blanca y adornos en color verde. Ella se paró de
puntitas para poder leer el título.
—¡Ey! —gritó el
señor Linden, haciéndole pegar un salto—. Te dije que no
husmearas mis cosas.
—Sólo quería leer
este...
—¡Leer! ¡Eres
demasiado chica para saber leer! ¿Qué puede interesarte?
—¡Claro que sé
leer! —respondió Ana, ofendida—. Tengo 12 años y leo novelas
desde los nueve.
—Ah, ¿y te crees
todo un ratón de biblioteca?
Ana no respondió.
Miró, entre orgullosa e intimidada, al anciano sentado en el sillón
de terciopelo. Sabía que era su pariente, su tío lejano o algo,
pero su brusca actitud le hizo comprender de pronto por qué la familia
se mantenía alejada de él.
—Sal de aquí.
—Está bien —aceptó
Ana—. Yo sólo quería saber cómo se llama ese libro.
—No debes mirar
ese libro. No debes mirar ningún libro. Nada de esto es tuyo,
¿entiendes? Aunque tus padres te digan que lo es. No vuelvas a
entrar aquí, ésta sigue siendo mi casa hasta que esté en una
tumba, e incluso así... no pienso irme de aquí. ¿Entendido?
La niña guardó
silencio de nuevo. Es sólo un viejo amargado, ya se le pasará,
pensó.
Y cómo es bien
sabido que lo prohibido es siempre lo más deseado, Ana tomó la
secreta resolución de volver en algún momento en busca del
misterioso librillo.
Continuará...
Me parece una entrada de ágil lectura durante toda la historia, despierta interés por seguir leyendo. De diálogos cortos, reales y claros. Tus imágenes también me parecen de mucha claridad. Un par de detalles ortográficos, pero en general me parece estás logrando una buena historia. Espero publiques pronto la continuación pq me quedé picado!! Saludos.
ResponderEliminary luegoooo? lo espero con ansia! jejeje ya trabajando OTRO LUGAR, OTRO TIEMPO. Bien! un abrazote (pacoy)
ResponderEliminarGracias por los comentarios. Acabo de leerlos apenas. Ya le di otra checadita por aquello de los errores. Yo también muero de curiosidad por ver cómo sigue. Prometo reanudarlo pronto para no dejarlos más tiempo picados. ¡Saludos y gracias!
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