Recorrió las habitaciones
para visitas, con sus camas cubiertas con dosel y sus baños con
tina. Ella y sus padres dormían en sencillas recámaras sin baño
que el señor Linden les había designado.
Pero a Ana le encantaba
explorar. Un par de salas majestuosas para recibir a los invitados se
encontraban en el primer piso de la casa, junto a la enorme cocina
atendida por dos criadas. Había visto incluso el ático donde el
viejo guardaba cajas y cajas con papeles, ropa, juguetes; seguramente
recuerdos de otras épocas.
Todo en la casa parecía
muy viejo y empolvado. Hermoso, pero anticuado, pensaba Ana.
Pero lo que a ella más le
fascinaba era la biblioteca del segundo piso en la que había estado
el primer día. No se había atrevido a volver porque el señor
Linden siempre estaba allí y, como le había advertido, no tenía
permiso para entrar.
No dejaba de pensar en el
librito blanco con adornos verdes. No tengo más remedio que ir por
él, pensó.
De noche, se levantó
despacio de su cama. Se asomó a la habitación vecina para
asegurarse de que sus padres dormían y, tratando de pisar
calladamente con sus calcetines, subió la escalera y entró a la
biblioteca.
Al entrar, la sobrecogió
el miedo. Todo se veía amenazador e inmenso en la oscuridad: las
cortinas, los libreros, los cuadros en las paredes. Respiró con
fuerza para darse valor y avanzó a tientas.
Se dirigió con cuidado
hacia el librero del centro. Deseó entonces haber traído una lámpara o una
vela.
Sus pequeños dedos
recorrieron las filas de libros en busca del que quería. Sabía que
debía ignorar aquellos de pastas gruesas y numerosas páginas. Ella
buscaba el del encuadernado delgado y brillante. Ah, debía pararse
de puntitas para encontrarlo. Estaba segura de que era el siguiente,
el de en medio.
—Ay —exclamó
sobresaltada, retirando la mano en medio de la oscuridad.
Algo agarró mi dedo,
pensó. ¿Y si hay ratones? Ohh. Trató de escuchar por encima del
pulso en sus sienes, intentó ver más allá de la oscuridad. Pero
nada.
Ya con el corazón
desbocado, decidió agarrar el libro y salir corriendo de allí.
Estiró la mano y lo tomó.
Si, ése era, pensó, el pequeño con cubierta blanca. Se prometió
devolverlo temprano al día siguiente antes de que el señor Linden
pudiera darse cuenta.
Regresó sigilosamente
hasta su habitación. Cerró con cuidado la puerta. Se metió en la
cama, temblando de frío y de emoción, y encendió la lámpara de
noche.
Sólo entonces vio el
título del libro: Recorridos en un universo distante.
Por un momento, resonó en
sus oídos la advertencia del viejo pariente: “No debes mirar ese
libro”. Pero la desdeñó enseguida, consumida por la curiosidad.
Y lo abrió...
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