No acostumbraba a andar de comida en comida, o de
bautizo en bautizo, creció en una soledad iluminada, con una mirada que
amistosa, miraba al infinito; contemplando, suspendiendo el juicio. El acontecimiento
que obraba en su mente tenía su cuota. Una soledad muy oscura y perdida entre
hojas y nada, entre libros y pianos y nada. No era común, nada común ¡ya
hubiera deseado serlo! No hacía más que imaginar con ansias el día en que
tendría que suceder lo inevitable. Tenía unos cuantos años que lo esperaba.
Aunque no sabía nada, sabía que le sucedería en cualquier instante. De pronto
una tarde se colocó su amable sonrisa de colores y salió por las calles
esperando que sucediera; caminaba por todos lados como perdido, buscando, no
sólo el espacio, sino el tiempo, -agente invisible, impredecible- se iba
repitiendo –agente invisible, impredecible- y a ratos le preguntaba como al
aire -¿a dónde has ido? Y yo que aún espero como lo he hecho muchas tardes de
este lado, en pie, sobre la tierra ¿A dónde has ido agente invisible,
impredecible?- No llegaba el tiempo. Con él hablaba taciturno. Cualquiera
hubiera pensado en una extraña demencia, yo que lo veía como quien mira tras
las membranas de los sueños. De pronto, sintió la noche, el viento helado que
no dejaba de empujar sus ánimos de vuelta a casa. Decepcionado cogió el camino
de regreso sin más que la desesperanza…
…
Eso había escrito aquella noche en que todo había
comenzado, trastornado al encontrar esta hoja después de todos los años que me
han devorado mis visiones. Alcancé a sentir que de nuevo esa espina dorsal
helada de la que emanaba el miedo. La cabeza como globo y el conocimiento
aletargado, mirando blanco, tan sólo blanco. Atorado entre dos mundos, mis ojos
perdían sus órbitas y todo se sentía caliente, todo era luz. De pronto, volví;
desperté de aquel letargo; aún tenía la pluma en la mano, lo recuerdo bien
porque al recuperar casi por completo la conciencia, la arrojé como si
estuviera en llamas y retrocedí ante una extraña sensación de falta de aliento,
retrocedí para llenarme de aire y en ese instante todo ese ruido que escuché en
la sala, me paralizó. Jamás había escuchado ruidos semejantes -¡¿quién está
ahí?!- grité dos veces; la primera cesó el ruideral, la segunda lo reinició y
de a poco fue como diluyéndose el sonido hasta quedar todo en completo
silencio. Decidí bajar las escaleras. Todo estaba hecho un desastre, los
muebles desparpajados por toda la planta baja con sus respectivos cojines, los
libros en el suelo desperdigados y el librero partido en dos. Asustado, retrocedí
las escaleras pensando cómo podía haber sucedido esto. Fue entonces que el
ruido del desastre regresaba pero ahora en la planta superior. Nada, en la
parte baja se movía, todo parecía quieto, salvo los escándalos que provenían de
la doble altura de la casa. Esperé a que cesará el ruido, tomé un madero roto y
me dispuse a explorar el acontecimiento. Subí precavidamente las escaleras,
caminé de igual forma por el pasillo y sigilosamente revisé las habitaciones.
Nada. Era imposible que estuviera la cama partida en dos al igual que el librero
en la parte baja y que las mesitas, el escritorio, la computadora, los
taburetes, el sillón, todo igualmente, desmantelado. Esa noche no dormí. Esperé
que sucediera de nuevo todo, preparado en la mitad de la escalera con el madero
en la mano. Nada. Al amanecer caí, inevitablemente, dormido con la cabeza
recargada en las rodillas y el madero aún en la mano. Al despertar no entraba
yo en razón para creer lo que estaba viendo. No daba crédito y nadie iba a creerme
una palabra. No había nada fuera de su lugar. Los libros acomodados en el
librero. Los sillones en sus lugares de siempre. El piso de arriba, igualmente,
en perfecto estado -¡¿pero qué…?!
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